Entre letras...

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lunes, 22 de octubre de 2012

Rubén Darío, los recuerdos, y Las siete bastardas de Apolo



En días recientes me he visto embargado por la nostalgia. He recordado muchos sucesos de mi vida, muchas personas, glorias pasadas.
He desempolvado viejos libros, pobres, algo olvidados.
He tratado de revivir cada mínimo detalle, cada gesto, cada risa, cada lagrima, cada yo.
Y llegó el momento cuando como un remolino se agolpó en mi memoria aquel tiempo en el que me dedicaba a la declamación y a la recitación.
Todo comenzó por que mi madre gusta del gran poeta nicaragüense Rubén Darío. Un día me dijo:
-Hijo, espero algún día pueda escuchar de tu voz “Los motivos del lobo”.
Al día siguiente comencé a trabajar en eso, quería darle la sorpresa a mi madre.
En una semana lo memoricé, en quince días lo sentí, en tres semanas lo hice mío, en un mes se lo recité a mi madre. En 15 años lo olvidé.
Solo recuerdo lo siguiente:

El barón que tiene corazón de Liz
Alma de querube, lengua celestial
El mínimo y dulce Francisco de Asís
Esta con un rudo y torvo animal…

Que débil es mi recuerdo por momentos.
Mis remembranzas son acompañadas por el Concierto para piano y orquesta Op. 16 del noruego Edvard Grieg, la compañía perfecta si de recuerdos se trata, intenten.


Creo que esa es la razón que me lleva a compartir con ustedes, lectores, amantes del genio creador, esta belleza de Rubén Darío, de nombre “Las siete bastardas de Apolo”.
Reminiscencias, música, belleza, nostalgia. Hoy es tiempo para el ayer. Sí.

Las siete bastardas de Apolo.

Las siete figuras aparecieron cerca de mí. Todas vestidas de bellas sedas; sus gestos eran ritmos, y sus aspectos armoniosos encantaban.
Al hablar, su lenguaje era musical; y si hubiesen sido nueve, habría creído seguramente que eran las musas del sagrado Olimpo. Había en ellas mucha luz y melodía, y atraían como un imán supremo.
Yo me adelanté hacia el grupo mágico, y dije:
-Por  vuestra belleza, por vuestro atractivo, ¿seréis acaso los siete pecados capitales, o quizá los siete colores del iris, o las siete virtudes, o las siete estrellas que forman la constelación de la Osa?
-¡No!- me contestó la primera-. No somos virtudes, ni estrellas, ni colores, ni pecados. Somos siete hijas bastardas del rey Apolo; siete princesas nacidas en el aire, del seno misterioso de nuestra madre la Lira.
Y adelantándose me dijo, además:
-Yo soy Do. Para ascender al trono de mi madre la sublime Reina, hay siete escalones de oro purísimo. Yo estoy en el primero.
Otra me dijo:
-Mi nombre es Re. Yo estoy en el segundo escalon del trono. Mi estatua es mayor que la de mi hermana Do. Pero la irradiación de nuestros cabellos es la misma.
Otra me dijo:
-Mi nombre es Mi. Tengo un par de alas de paloma, y revuelo sobre mis compañeras, desgranando un raudal de oro.
Otra me dijo:
-Mi nombre es Fa. Me deslizo entre las cuerdas de las arpas, bajo los arcos de las violas, y hago vibrar los sonoros pechos de los bajos.
Otra me dijo:
-Mi nombre es Sol. Yo ocupo un escalon elevado en el trono de mi madre la Lira. Tengo nombre de astro y resplandezco ciertamente entre el coro de mis hermanas. Para abrir el secreto del trono en la puerta de plata y en la puerta de oro, hay dos llaves misteriosas. Mi hermana Fa tiene la una, yo tengo la otra.
Otra me dijo:
-Mi nombre es La. Penúltima del poema del Sonido. Soy despertadora de los dormidos y titubeantes instrumentos, y la divina y aterciopelada Filomela descansa entre mis senos.
La última estaba silenciosa; yo le dije:
-¡Oh tú, que estás colocada en el más alto de los escalones de tu madre la Lira! Eres bella, eres buena, fascinadora; deberás tener entonces un nombre suave como una promesa, fino como un trino, claro como un cristal.
Ella me contestó dulcemente:
-Sí.

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