Esta vez me gustaría compartir
este texto del escritor ruso Nikolai Gogol, uno de mis cuentistas favoritos.
Vino a mi mente este cuento, titulado El capote, ya que en días previos
tuve una discusión con un tipo sobre cuestiones de orden social y económico.
Fue una lástima saber que alguien que parecía tener aspiraciones más sensatas
en la vida al final solo quiera dinero. En verdad pobre de ese tío. Puede que para intentar cambiar algo de la estructura actual o para
alcanzar objetivos en los que cierta base social y económica son importantes,
uno como individuo deba por un momento ser parte del sistema; eso no sería malo
si solo fuera para tomar impulso y desarrollarse de una manera íntegra (intelectual,
profesional, humana), vamos, solo verlo como un medio, y no como un fin; el
problema radica al momento en que cualquier persona ve la acumulación de
riqueza como el medio y el fin, el pináculo de la vida. Es una lástima ver que
ese joven más allá del pensamiento capitalista, tenga su espíritu capitalista; tal
vez algún día alcance su meta y este lleno de dinero y riquezas materiales,
solo espero que no esté vacio como individuo, con la connotación más amplia y filosófica
que esta palabra encierra. Una victoria más del sistema.
Todo lo anterior como preludio de
este genial cuento, donde se ejemplifica claramente la lucha de clases, la
inequidad, la injusticia social. Y en donde se notan las aspiraciones, frustraciones,
sueños y anhelos de los oprimidos y explotados. Un cuento con una carga simbólica
enorme, que hace reflexionar sobre las cuestiones de la vida, sobre
insignificancias demasiado significativas.
![]() |
Gogol. |
En el departamento ministerial de…, pero creo que será preferible no
nombrarlo, porque no hay gente más susceptible que los empleados de esta clase
de departamentos, los oficiales, los cancilleres..., en una palabra: todos los
funcionarios que componen la burocracia. Y ahora, dicho esto, muy bien pudiera
suceder que cualquier ciudadano honorable se sintiera ofendido al suponer que
en su persona se hacía una afrenta a toda la sociedad de que forma parte. Se
dice que hace poco un capitán de Policía -no recuerdo en qué ciudad- presentó
un informe, en el que manifestaba claramente que se burlaban los decretos
imperiales y que incluso el honorable título de capitán de Policía se llegaba a
pronunciar con desprecio. Y en prueba de ello mandaba un informe voluminoso de
cierta novela romántica, en la que, a cada diez páginas, aparecía un capitán de
Policía, y a veces, y esto es lo grave, en completo estado de embriaguez. Y por
eso, para evitar toda clase de disgustos, llamaremos sencillamente un departamento
al departamento de que hablemos aquí.
Pues bien: en cierto departamento
ministerial trabajaba un funcionario, de quien apenas si se puede decir que
tenía algo de particular. Era bajo de estatura, algo picado de viruelas, un
tanto pelirrojo y también algo corto de vista, con una pequeña calvicie en la
frente, las mejillas llenas de arrugas y el rostro pálido, como el de las
personas que padecen de hemorroides... ¡Qué se le va a hacer! La culpa la tenía
el clima petersburgués.
En cuanto al grado -ya que entre nosotros
es la primera cosa que sale a colación-, nuestro hombre era lo que llaman un
eterno consejero titular, de los que, como es sabido, se han mofado y chanceado
diversos escritores que tienen la laudable costumbre de atacar a los que
no pueden defenderse. El apellido del funcionario en cuestión era Bachmachkin,
y ya por el mismo se ve claramente que deriva de la palabra zapato; pero cómo,
cuándo y de qué forma, nadie lo sabe. El padre, el abuelo y hasta el cuñado de
nuestro funcionario y todos los Bachmachkin llevaron siempre botas, a las que mandaban
poner suelas sólo tres veces al año. Nuestro hombre se llamaba Akakiy
Akakievich. Quizá al lector le parezca este nombre un tanto raro y rebuscado,
pero puedo asegurarle que no lo buscaron adrede, sino que las circunstancias
mismas hicieron imposible darle otro, pues el hecho ocurrió como sigue:
Akakiy Akakievich nació, si mal no se
recuerda, en la noche del veintidós al veintitrés de marzo. Su difunta madre,
buena mujer y esposa también de otro funcionario, dispuso todo lo necesario,
como era natural, para que el niño fuera bautizado. La madre guardaba aún cama,
la cual estaba situada enfrente de la puerta, y a la derecha se hallaban el
padrino, Iván Ivanovich Erochkin, hombre excelente, jefe de oficina en el
Senado, y la madrina, Arina Semenovna Belobriuchkova, esposa de un oficial de
la Policía y mujer de virtudes extraordinarias.
Dieron a elegir a la parturienta entre
tres nombres: Mokkia, Sossia y el del mártir Josdasat. «No -dijo para sí la
enferma-. ¡Vaya unos nombres! ¡No!» Para complacerla, pasaron la hoja del
almanaque, en la que se leían otros tres nombres, Trifiliy, Dula y Varajasiy.
-¡Pero todo esto parece un verdadero
castigo! -exclamó la madre-. ¡Qué nombres! ¡Jamás he oído cosa semejante! Si
por lo menos fuese Varadat o Varuj; pero ¡Trifiliy o Varajasiy!
Volvieron otra hoja del almanaque y se
encontraron los nombres de Pavsikajiy y Vajticiy.
-Bueno; ya veo -dijo la anciana madre-
que este ha de ser su destino. Pues bien: entonces, será mejor que se llame
como su padre. Akakiy se llama el padre; que el hijo se llame también Akakiy.
Y así se formó el nombre de Akakiy
Akakievich. El niño fue bautizado. Durante el acto sacramental lloró e hizo
tales muecas, cual si presintiera que había de ser consejero titular. Y así fue
como sucedieron las cosas. Hemos citado estos hechos con objeto de que el
lector se convenza de que todo tenía que suceder así y que habría sido
imposible darle otro nombre.
Cuándo y en qué época entró en el
departamento ministerial y quién le colocó allí, nadie podría decirlo. Cuantos
directores y jefes pasaron le habían visto siempre en el mismo sitio, en
idéntica postura, con la misma categoría de copista; de modo que se podía creer
que había nacido así en este mundo, completamente formado con uniforme y la
serie de calvas sobre la frente.
En el departamento nadie le demostraba el
menor respeto. Los ordenanzas no sólo no se movían de su sitio cuando él
pasaba, sino que ni siquiera le miraban, como si se tratara sólo de una mosca
que pasara volando por la sala de espera. Sus superiores le trataban con cierta
frialdad despótica. Los ayudantes del jefe de oficina le ponían los montones de
papeles debajo de las narices, sin decirle siquiera: «Copie esto», o «Aquí
tiene un asunto bonito e interesante», o algo por el estilo como corresponde a
empleados con buenos modales. Y él los cogía, mirando tan sólo a los papeles,
sin fijarse en quién los ponía delante de él, ni si tenía derecho a ello. Los
tomaba y se ponía en el acto a copiarlos.
Los empleados jóvenes se mofaban y
chanceaban de él con todo el ingenio de que es capaz un cancillerista -si es
que al referirse a ellos se puede hablar de ingenio-, contando en su presencia
toda clase de historias inventadas sobre él y su patrona, una anciana de
setenta años. Decían que ésta le pegaba y preguntaban cuándo iba a casarse con
ella y le tiraban sobre la cabeza papelitos, diciéndole que se trataba de copos
de nieve. Pero a todo esto, Akakiy Akakievich no replicaba nada, como si se
encontrara allí solo. Ni siquiera ejercía influencia en su ocupación, y a pesar
de que le daban la lata de esta manera, no cometía ni un solo error en su
escritura. Sólo cuando la broma resultaba demasiado insoportable, cuando le
daban algún golpe en el brazo, impidiéndole seguir trabajando, pronunciaba
estas palabras:
-¡Dejadme! ¿Por qué me ofendéis?
Había algo extraño en estas palabras y en
el tono de voz con que las pronunciaba. En ellas aparecía algo que inclinaba a
la compasión. Y así sucedió en cierta ocasión: un joven que acababa de
conseguir empleo en la oficina y que, siguiendo el ejemplo de los demás, iba a
burlarse de Akakiy, se quedó cortado, cual si le hubieran dado una puñalada en
el corazón, y desde entonces pareció que todo había cambiado ante él y lo vio
todo bajo otro aspecto. Una fuerza sobrenatural le impulsó a separarse de sus
compañeros, a quienes había tomado por personas educadas y como es debido. Y
aun mucho más tarde, en los momentos de mayor regocijo, se le aparecía la
figura de aquel diminuto empleado con la calva sobre la frente, y oía sus
palabras insinuantes.
Para leer el cuento completo pincha aquí.
Por último les dejo un booktrailer del cuento (es hermoso), cortesía de nordicalibros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario