Entre letras...

Aquí encontraras lo mejor de la literatura universal, ya sea clásica o contemporánea. Desde reseñas, hasta recomendaciones, artículos y fragmentos de la obra de los escritores que han dejado su huella dentro de la memoria colectiva.

viernes, 26 de octubre de 2012

Si una noche de invierno un viajero...



Existen cosas que nunca quisieras que terminaran. Una cita romántica, un encuentro carnal, una obra de Verdi, un día especial; que se yo, cada persona de acuerdo a sus preferencias tiene su lista particular, a mí, por ejemplo, me gustaría que nunca terminara un buen libro, una buena trama, la vida tal vez.
Todo lo anterior viene a cuento, sería mejor decir “viene a novela”, porque hoy les quiero compartir a uno de mis autores italianos favoritos. El maestro Italo Calvino.
El libro que quiero que conozcan se titula “Si una noche de invierno un viajero”, libro en el cual el autor hace gala de su gran capacidad como cuentista en el marco de una novela, desarrollando 10 tramas diferentes, cada una con un estilo particular y con un manejo totalizador, al final concentrador, de cada elemento tan dispar.
Escenarios disimiles, personajes de distintas épocas, de variada índole psicológica, de regiones ubicadas al otro lado del mundo, llenos de virtudes o carentes de ellas.
En palabras del propio Calvino:

     «La empresa de tratar de escribir novelas “apócrifas”, que me imagino escritas por un autor que no soy yo y que no existe, la llevé a sus últimas consecuencias en este libro. Es una novela sobre el placer de leer novelas; el protagonista es el lector, que empieza diez veces a leer un libro que por vicisitudes ajenas a su voluntad no consigue acabar. Tuve que escribir, pues, el inicio de diez novelas de autores imaginarios, todos en cierto modo distintos de mí y distintos entre sí: una novela toda sospechas y sensaciones confusas; una toda sensaciones corpóreas y sanguíneas; una introspectiva y simbólica; una revolucionaria existencial; una cínico-brutal; una de manías obsesivas; una lógica y geométrica; una erótico-perversa; una telúrico-primordial; una apocalíptica alegórica. Más que identificarme con el autor de cada una de las diez novelas, traté de identificarme con el lector...»

Hay cosas que uno no quisiera que terminaran jamás, como cada uno de los diez capítulos que Italo escribió y que conforman la estructura de la novela.
Hay cosas que uno nunca quisiera que terminaran jamás, como “Si una noche de invierno un viajero…”, como la vida.
Antes de comenzar a leer, brinda una mirada a esta entrada cortesía de Canal 22 y su programa El Letrero sobre el tema de hoy.



I
Estás a punto de empezar a leer la nueva novela de Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero. Relájate. Recógete. Aleja de ti cualquier otra idea. Deja que el mundo que te rodea se esfume en lo indistinto. La puerta es mejor cerrarla; al otro lado siempre está la televisión encendida. Dilo en seguida, a los demás: « ¡No, no quiero ver la televisión!» Alza la voz, si no te oyen: « ¡Estoy leyendo! ¡No quiero que me molesten!» Quizá no te han oído, con todo ese estruendo; dilo más fuerte, grita: « ¡Estoy empezando a leer la nueva novela de Italo Calvino!» O no lo digas si no quieres; esperemos que te dejen en paz.
Adopta la postura más cómoda: sentado, tumbado, aovillado, acostado. Acostado de espaldas, de costado, boca abajo. En un sillón, en el sofá, en la mecedora, en la tumbona, en el puf. En la hamaca, si tienes una hamaca. Sobre la cama, naturalmente, o dentro de la cama. También puedes ponerte cabeza abajo, en postura yoga. Con el libro invertido, claro.
La verdad, no se logra encontrar la postura ideal para leer. Antaño se leía de pie, ante un atril. Se estaba acostumbrado a permanecer en pie. Se descansaba así cuando se estaba cansado de montar a caballo. A caballo a nadie se le ha ocurrido nunca leer; y sin embargo ahora la idea de leer en el arzón, el libro colocado sobre las crines del caballo, acaso colgado de las orejas del caballo mediante una guarnición especial, te parece atrayente. Con los pies en los estribos se debería estar muy cómodo para leer; tener los pies en alto es la primera condición para disfrutar de la lectura.
Bueno, ¿a qué esperas? Extiende las piernas, alarga también los pies sobre un cojín, sobre dos cojines, sobre los brazos del sofá, sobre las orejas del sillón, sobre la mesita de té, sobre el escritorio, sobre el piano, sobre el globo terráqueo. Quítate los zapatos, primero. Si quieres tener los pies en alto; si no, vuélvetelos a poner. Y ahora no te quedes ahí con los zapatos en una mano y el libro en la otra.
Regula la luz de modo que no te fatigue la vista. Hazlo ahora, porque en cuanto te hayas sumido en la lectura ya no habrá forma de moverte. Haz de modo que la página no quede en sombra, un adensarse de letras negras sobre un fondo gris, uniformes como un tropel de ratones; pero ten cuidado de que no le caiga encima una luz demasiado fuerte y que no se refleje sobre la cruda blancura del papel royendo las sombras de los caracteres como en un mediodía del Sur. Trata de prever ahora todo lo que pueda evitarte interrumpir la lectura. Los cigarrillos al alcance de la mano, si fumas, el cenicero. ¿Qué falta aún? ¿Tienes que hacer pis? Bueno, tú sabrás.
No es que esperes nada particular de este libro en particular. Eres alguien que por principio no espera ya nada de nada. Hay muchos, más jóvenes que tú y menos jóvenes, que viven a la espera de experiencias extraordinarias; de los libros, de las personas, de los viajes, de los acontecimientos, de lo que el mañana guarda en reserva. Tú no. Tú sabes que lo mejor que uno puede esperar es evitar lo peor. Esta es la conclusión a la que has llegado, tanto en la vida personal como en las cuestiones generales y hasta en las mundiales. ¿Y con los libros? Eso es, precisamente porque lo has excluido en cualquier otro terreno, crees que es justo concederte aún este placer juvenil de la expectativa en un sector bien circunscrito como el de los libros, donde te puede ir mal o ir bien, pero el riesgo de la desilusión no es grave.
Conque has visto en un periódico que había salido Si una noche de invierno un viajero, nuevo libro de Italo Calvino, que no publicaba hacía varios años. Has pasado por la librería y has comprado el volumen. Has hecho bien.
Ya en el escaparate de la librería localizaste la portada con el título que buscabas. Siguiendo esa huella visual te abriste paso en la tienda a través de la tupida barrera de los Libros Que No Has Leído que te miraban ceñudos desde mostradores y estanterías tratando de intimidarte. Pero tú sabes que no debes dejarte imponer respeto, que entre ellos se despliegan hectáreas y hectáreas de los Libros  Que Puedes Prescindir De Leer, de los Libros Hechos Para Otros Usos Que La Lectura, de los Libros Ya Leídos Sin Necesidad Siquiera De Abrirlos Pues Pertenecen A La Categoría De Lo Ya Leído Antes Aún De Haber Sido Escrito. Y así superas el primer cinturón de baluartes y te cae encima la infantería de los Libros Que Si Tuvieras Más Vidas Que Vivir Ciertamente Los Leerías También De Buen Grado Pero Por Desgracia Los Días Que Tienes Que Vivir Son Los Que Son. Con rápido movimiento saltas sobre ellos y llegas en medio de las falanges de los Libros Que Tienes Intención De Leer Aunque Antes Deberías Leer Otros, de los Libros Demasiado Caros Que Podrías Esperar A Comprarlos Cuando Los Revendan A Mitad De Precio, de los Libros ídem De ídem Cuando Los Reediten En Bolsillo, de los Libros Que Podrías Pedirle A Alguien Que Te Preste, de los Libros Que Todos Han Leído Con Que Es Casi Como Si Los Hubieras Leído También Tú. Eludiendo estos asaltos, llegas bajo las torres del fortín, donde ofrecen resistencia
Los Libros Que Hace Mucho Tiempo Tienes Programado Leer,
Los Libros Que Buscabas Desde Hace Años Sin Encontrarlos,
Los Libros Que Se Refieren A Algo Que Te Interesa En Este Momento,
Los Libros Que Quieres Tener Al Alcance De La Mano Por Si Acaso,
Los Libros Que Podrías Apartar Para Leerlos A Lo Mejor Este Verano,
Los Libros Que Te Faltan Para Colocarlos Junto A Otros Libros En Tu Estantería,
Los Libros Que Te Inspiran Una Curiosidad Repentina, Frenética Y No Claramente Justificable.
Hete aquí que te ha sido posible reducir el número ilimitado de fuerzas en presencia a un conjunto muy grande, sí, pero en cualquier caso calculable con un número finito, aunque este relativo alivio se vea acechado por las emboscadas de los Libros Leídos Hace Tanto Tiempo Que Sería Hora de Releerlos y de los Libros Que Has Fingido Siempre Haber Leído Mientras Que Ya Sería Hora De Que Te decidieses A Leerlos De Veras.
Te liberas con rápidos zigzags y penetras de un salto en la ciudadela de las Novedades Cuyo Autor O Tema Te Atrae. También en el interior de esta fortaleza puedes practicar brechas entre las escuadras de los defensores dividiéndolas en Novedades De Autores O Temas No Nuevos (para ti o en absoluto) y Novedades De Autores O Temas Completamente Desconocidos (al menos para ti) y definir la atracción que sobre ti ejercen basándote en tus deseos y necesidades de nuevo y de no nuevo (de lo nuevo que buscas en lo no nuevo y de lo no nuevo que buscas en lo nuevo).
Todo esto para decir que, recorridos rápidamente con la mirada los títulos de los volúmenes expuestos en la librería, has encaminado tus pasos hacia una pila de Si una noche de invierno un viajero recién impresos, has agarrado un ejemplar y lo has llevado a la caja para que se estableciera tu derecho de propiedad sobre él. Has echado aún un vistazo extraviado a los libros de alrededor (o mejor dicho, eran los libros los que te miraban con el aire extraviado de los perros que desde las jaulas de la perrera municipal ven a un ex compañero alejarse tras la correa del amo venido a rescatarlo) y has salido,
Es un placer especial el que te proporciona el libro recién publicado, no es sólo un libro lo que llevas contigo sino su novedad, que podría ser también sólo la del objeto salido ahora mismo de la fábrica, la belleza de la juventud con que también los libros se adornan, que dura hasta que la portada empieza a amarillear, un velo de smog a depositarse sobre el canto, el lomo a descoserse por las esquinas, en el rápido otoño de las bibliotecas. No, tú esperas siempre tropezar con una novedad auténtica, que habiendo sido novedad una vez continúe siéndolo para siempre. Al haber leído el libro recién salido, te apropiarás de esta novedad desde el primer instante, sin tener después de perseguirla, acosarla. ¿Será esta la vez de veras? Nunca se sabe. Veamos cómo empieza.


¿Te ha gustado lo que has leído? No esperes más para continuar. Para leer el libro completo pincha aquí.




lunes, 22 de octubre de 2012

Rubén Darío, los recuerdos, y Las siete bastardas de Apolo



En días recientes me he visto embargado por la nostalgia. He recordado muchos sucesos de mi vida, muchas personas, glorias pasadas.
He desempolvado viejos libros, pobres, algo olvidados.
He tratado de revivir cada mínimo detalle, cada gesto, cada risa, cada lagrima, cada yo.
Y llegó el momento cuando como un remolino se agolpó en mi memoria aquel tiempo en el que me dedicaba a la declamación y a la recitación.
Todo comenzó por que mi madre gusta del gran poeta nicaragüense Rubén Darío. Un día me dijo:
-Hijo, espero algún día pueda escuchar de tu voz “Los motivos del lobo”.
Al día siguiente comencé a trabajar en eso, quería darle la sorpresa a mi madre.
En una semana lo memoricé, en quince días lo sentí, en tres semanas lo hice mío, en un mes se lo recité a mi madre. En 15 años lo olvidé.
Solo recuerdo lo siguiente:

El barón que tiene corazón de Liz
Alma de querube, lengua celestial
El mínimo y dulce Francisco de Asís
Esta con un rudo y torvo animal…

Que débil es mi recuerdo por momentos.
Mis remembranzas son acompañadas por el Concierto para piano y orquesta Op. 16 del noruego Edvard Grieg, la compañía perfecta si de recuerdos se trata, intenten.


Creo que esa es la razón que me lleva a compartir con ustedes, lectores, amantes del genio creador, esta belleza de Rubén Darío, de nombre “Las siete bastardas de Apolo”.
Reminiscencias, música, belleza, nostalgia. Hoy es tiempo para el ayer. Sí.

Las siete bastardas de Apolo.

Las siete figuras aparecieron cerca de mí. Todas vestidas de bellas sedas; sus gestos eran ritmos, y sus aspectos armoniosos encantaban.
Al hablar, su lenguaje era musical; y si hubiesen sido nueve, habría creído seguramente que eran las musas del sagrado Olimpo. Había en ellas mucha luz y melodía, y atraían como un imán supremo.
Yo me adelanté hacia el grupo mágico, y dije:
-Por  vuestra belleza, por vuestro atractivo, ¿seréis acaso los siete pecados capitales, o quizá los siete colores del iris, o las siete virtudes, o las siete estrellas que forman la constelación de la Osa?
-¡No!- me contestó la primera-. No somos virtudes, ni estrellas, ni colores, ni pecados. Somos siete hijas bastardas del rey Apolo; siete princesas nacidas en el aire, del seno misterioso de nuestra madre la Lira.
Y adelantándose me dijo, además:
-Yo soy Do. Para ascender al trono de mi madre la sublime Reina, hay siete escalones de oro purísimo. Yo estoy en el primero.
Otra me dijo:
-Mi nombre es Re. Yo estoy en el segundo escalon del trono. Mi estatua es mayor que la de mi hermana Do. Pero la irradiación de nuestros cabellos es la misma.
Otra me dijo:
-Mi nombre es Mi. Tengo un par de alas de paloma, y revuelo sobre mis compañeras, desgranando un raudal de oro.
Otra me dijo:
-Mi nombre es Fa. Me deslizo entre las cuerdas de las arpas, bajo los arcos de las violas, y hago vibrar los sonoros pechos de los bajos.
Otra me dijo:
-Mi nombre es Sol. Yo ocupo un escalon elevado en el trono de mi madre la Lira. Tengo nombre de astro y resplandezco ciertamente entre el coro de mis hermanas. Para abrir el secreto del trono en la puerta de plata y en la puerta de oro, hay dos llaves misteriosas. Mi hermana Fa tiene la una, yo tengo la otra.
Otra me dijo:
-Mi nombre es La. Penúltima del poema del Sonido. Soy despertadora de los dormidos y titubeantes instrumentos, y la divina y aterciopelada Filomela descansa entre mis senos.
La última estaba silenciosa; yo le dije:
-¡Oh tú, que estás colocada en el más alto de los escalones de tu madre la Lira! Eres bella, eres buena, fascinadora; deberás tener entonces un nombre suave como una promesa, fino como un trino, claro como un cristal.
Ella me contestó dulcemente:
-Sí.

lunes, 15 de octubre de 2012

¡NIKOLAI GOGOL!


Esta vez me gustaría compartir este texto del escritor ruso Nikolai Gogol, uno de mis cuentistas favoritos. Vino a mi mente este cuento, titulado El capote, ya que en días previos tuve una discusión con un tipo sobre cuestiones de orden social y económico. Fue una lástima saber que alguien que parecía tener aspiraciones más sensatas en la vida al final solo quiera dinero. En verdad pobre de ese tío. Puede que para intentar cambiar algo de la estructura actual o para alcanzar objetivos en los que cierta base social y económica son importantes, uno como individuo deba por un momento ser parte del sistema; eso no sería malo si solo fuera para tomar impulso y desarrollarse de una manera íntegra (intelectual, profesional, humana), vamos, solo verlo como un medio, y no como un fin; el problema radica al momento en que cualquier persona ve la acumulación de riqueza como el medio y el fin, el pináculo de la vida. Es una lástima ver que ese joven más allá del pensamiento capitalista, tenga su espíritu capitalista; tal vez algún día alcance su meta y este lleno de dinero y riquezas materiales, solo espero que no esté vacio como individuo, con la connotación más amplia y filosófica que esta palabra encierra. Una victoria más del sistema.
Todo lo anterior como preludio de este genial cuento, donde se ejemplifica claramente la lucha de clases, la inequidad, la injusticia social. Y en donde se notan las aspiraciones, frustraciones, sueños y anhelos de los oprimidos y explotados. Un cuento con una carga simbólica enorme, que hace reflexionar sobre las cuestiones de la vida, sobre insignificancias demasiado significativas.

Gogol.


Fragmento de El capote.


En el departamento ministerial de…, pero creo que será preferible no nombrarlo, porque no hay gente más susceptible que los empleados de esta clase de departamentos, los oficiales, los cancilleres..., en una palabra: todos los funcionarios que componen la burocracia. Y ahora, dicho esto, muy bien pudiera suceder que cualquier ciudadano honorable se sintiera ofendido al suponer que en su persona se hacía una afrenta a toda la sociedad de que forma parte. Se dice que hace poco un capitán de Policía -no recuerdo en qué ciudad- presentó un informe, en el que manifestaba claramente que se burlaban los decretos imperiales y que incluso el honorable título de capitán de Policía se llegaba a pronunciar con desprecio. Y en prueba de ello mandaba un informe voluminoso de cierta novela romántica, en la que, a cada diez páginas, aparecía un capitán de Policía, y a veces, y esto es lo grave, en completo estado de embriaguez. Y por eso, para evitar toda clase de disgustos, llamaremos sencillamente un departamento al departamento de que hablemos aquí.
Pues bien: en cierto departamento ministerial trabajaba un funcionario, de quien apenas si se puede decir que tenía algo de particular. Era bajo de estatura, algo picado de viruelas, un tanto pelirrojo y también algo corto de vista, con una pequeña calvicie en la frente, las mejillas llenas de arrugas y el rostro pálido, como el de las personas que padecen de hemorroides... ¡Qué se le va a hacer! La culpa la tenía el clima petersburgués.
En cuanto al grado -ya que entre nosotros es la primera cosa que sale a colación-, nuestro hombre era lo que llaman un eterno consejero titular, de los que, como es sabido, se han mofado y chanceado diversos escritores que tienen la laudable costumbre de atacar a los que no pueden defenderse. El apellido del funcionario en cuestión era Bachmachkin, y ya por el mismo se ve claramente que deriva de la palabra zapato; pero cómo, cuándo y de qué forma, nadie lo sabe. El padre, el abuelo y hasta el cuñado de nuestro funcionario y todos los Bachmachkin llevaron siempre botas, a las que mandaban poner suelas sólo tres veces al año. Nuestro hombre se llamaba Akakiy Akakievich. Quizá al lector le parezca este nombre un tanto raro y rebuscado, pero puedo asegurarle que no lo buscaron adrede, sino que las circunstancias mismas hicieron imposible darle otro, pues el hecho ocurrió como sigue:
Akakiy Akakievich nació, si mal no se recuerda, en la noche del veintidós al veintitrés de marzo. Su difunta madre, buena mujer y esposa también de otro funcionario, dispuso todo lo necesario, como era natural, para que el niño fuera bautizado. La madre guardaba aún cama, la cual estaba situada enfrente de la puerta, y a la derecha se hallaban el padrino, Iván Ivanovich Erochkin, hombre excelente, jefe de oficina en el Senado, y la madrina, Arina Semenovna Belobriuchkova, esposa de un oficial de la Policía y mujer de virtudes extraordinarias.
Dieron a elegir a la parturienta entre tres nombres: Mokkia, Sossia y el del mártir Josdasat. «No -dijo para sí la enferma-. ¡Vaya unos nombres! ¡No!» Para complacerla, pasaron la hoja del almanaque, en la que se leían otros tres nombres, Trifiliy, Dula y Varajasiy.
-¡Pero todo esto parece un verdadero castigo! -exclamó la madre-. ¡Qué nombres! ¡Jamás he oído cosa semejante! Si por lo menos fuese Varadat o Varuj; pero ¡Trifiliy o Varajasiy!
Volvieron otra hoja del almanaque y se encontraron los nombres de Pavsikajiy y Vajticiy.
-Bueno; ya veo -dijo la anciana madre- que este ha de ser su destino. Pues bien: entonces, será mejor que se llame como su padre. Akakiy se llama el padre; que el hijo se llame también Akakiy.
Y así se formó el nombre de Akakiy Akakievich. El niño fue bautizado. Durante el acto sacramental lloró e hizo tales muecas, cual si presintiera que había de ser consejero titular. Y así fue como sucedieron las cosas. Hemos citado estos hechos con objeto de que el lector se convenza de que todo tenía que suceder así y que habría sido imposible darle otro nombre.
Cuándo y en qué época entró en el departamento ministerial y quién le colocó allí, nadie podría decirlo. Cuantos directores y jefes pasaron le habían visto siempre en el mismo sitio, en idéntica postura, con la misma categoría de copista; de modo que se podía creer que había nacido así en este mundo, completamente formado con uniforme y la serie de calvas sobre la frente.
En el departamento nadie le demostraba el menor respeto. Los ordenanzas no sólo no se movían de su sitio cuando él pasaba, sino que ni siquiera le miraban, como si se tratara sólo de una mosca que pasara volando por la sala de espera. Sus superiores le trataban con cierta frialdad despótica. Los ayudantes del jefe de oficina le ponían los montones de papeles debajo de las narices, sin decirle siquiera: «Copie esto», o «Aquí tiene un asunto bonito e interesante», o algo por el estilo como corresponde a empleados con buenos modales. Y él los cogía, mirando tan sólo a los papeles, sin fijarse en quién los ponía delante de él, ni si tenía derecho a ello. Los tomaba y se ponía en el acto a copiarlos.
Los empleados jóvenes se mofaban y chanceaban de él con todo el ingenio de que es capaz un cancillerista -si es que al referirse a ellos se puede hablar de ingenio-, contando en su presencia toda clase de historias inventadas sobre él y su patrona, una anciana de setenta años. Decían que ésta le pegaba y preguntaban cuándo iba a casarse con ella y le tiraban sobre la cabeza papelitos, diciéndole que se trataba de copos de nieve. Pero a todo esto, Akakiy Akakievich no replicaba nada, como si se encontrara allí solo. Ni siquiera ejercía influencia en su ocupación, y a pesar de que le daban la lata de esta manera, no cometía ni un solo error en su escritura. Sólo cuando la broma resultaba demasiado insoportable, cuando le daban algún golpe en el brazo, impidiéndole seguir trabajando, pronunciaba estas palabras:
-¡Dejadme! ¿Por qué me ofendéis?
Había algo extraño en estas palabras y en el tono de voz con que las pronunciaba. En ellas aparecía algo que inclinaba a la compasión. Y así sucedió en cierta ocasión: un joven que acababa de conseguir empleo en la oficina y que, siguiendo el ejemplo de los demás, iba a burlarse de Akakiy, se quedó cortado, cual si le hubieran dado una puñalada en el corazón, y desde entonces pareció que todo había cambiado ante él y lo vio todo bajo otro aspecto. Una fuerza sobrenatural le impulsó a separarse de sus compañeros, a quienes había tomado por personas educadas y como es debido. Y aun mucho más tarde, en los momentos de mayor regocijo, se le aparecía la figura de aquel diminuto empleado con la calva sobre la frente, y oía sus palabras insinuantes.

Para leer el cuento completo pincha aquí.
Por último les dejo un booktrailer del cuento (es hermoso), cortesía de nordicalibros.